Días de fiesta que pasan como horas de siesta. Chicharrina temporal transformada en cerebral. Desértico domingo en ciudad abandonada por período vacacional, pero, no sé por qué, hay algo en el aire que me dice, me susurra, que puede haber algo especial. Decido cumplir mi ya antiguo deseo de ir al acuario fluvial más grande de Europa y, oh Dios mío, qué suerte, está en la misma ciudad en la que vivo, y me congratulo de que ya no tengo que hacer la maleta para la aventura acuática. Cargo las pilas de la cámara, y el acuario que soy se dirige al acuario que va. Muchos papás no tan jóvenes para críos tan pequeños invaden la oscura entrada. Choco dos veces contra los muros de piedra que hacen de paredes para no pisar un niño. Sonidos selváticos en estéreo para mantener la tensión. Se empieza a estabilizar mi visión y compruebo mis suelas: no hay ningún niño pegado, sólo un chicle que acaba de escupir un pez globo del congo belga, aunque tiene toda la pinta de ser de aquí. El pez globo me mira con cierto aire chulesco pero me hago el tonto y continuo mi camino; su chicle sigue pegado en mi suela. Veo el tiburón más pequeño de mi vida, unas tortugas con un cuello de jirafa mientras un enano de dos años chilla desconsoladamente Nemo Nemo a la vez que señala una trucha o un mero, no sabría decir, pero a los dos quiero. Salida espectacular con unos peces en una pecera de lo más real: llena de basura humana. Los peces parecen de lo más acostumbrados, se diría que están en casa. El acuario que soy abandona el acuario en que está. Transitando el domingo.
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