lunes, 22 de septiembre de 2014

Volverse anónimo

Uno lo puede conseguir visitando otra ciudad distinta a la que habita. Sentándose en el banco de madera de un paseo ajardinado, viendo pasar caras que nunca antes has visto. Pero, tarde o temprano, aparecen rostros similares a los que pueblan nuestro recuerdo. Vemos parecidos, caricaturescos y razonables; vemos fusiones, un antiguo amigo con las orejas de un vecino, el hermano bastardo de un actor famoso, vemos, incluso, hasta el mismísimo demonio vestido de albañil o de beata. Y uno es tan anónimo que empieza por volverse transparente y, poco a poco, va rozando la invisibilidad. Y cuando alguien, una anciana con bastón en una mano y bolsa de la compra en la otra, por ejemplo, se acerca a ti, te da la espalda y se sienta en tus nalgas, murmurándole al mundo lo mayor que está, es cuando ya puedes asegurar que tu invisibilidad es total. Pero también el tiempo ayuda a volverse uno anónimo, y no tienes porque cambiar de ciudad. E incluso puedes volverte anónimo para ti mismo, ¿pero cómo?, se preguntarán algunos, muy sencillo, cambiando de habitación, de costumbres, y, después de todos estos cambios, si entra en un ascensor y se saluda educadamente a sí mismo al verse reflejado en el espejo, ya puede usted decir que es anónimo para sí mismo.

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