martes, 27 de agosto de 2013

Ganas

Tenía muchas ganas de irme de vacaciones. Por fin, sin darme casi cuenta, y, a la vez, pensando que nunca llegaba el día ni la hora de irse, apareció el momento. No podía irme los días previstos pero una cosa tenía clara: tenía que irme a donde fuera y aunque sólo fueran dos días. Había pensando en varios destinos y, entre ellos, escogí cuatro como predilectos. Por causas ajenas a mi voluntad no pudo ser, así que me dirigí a uno de los destinos considerados como reservas que, todo hay que decirlo, eran menos que los predilectos. Pero así es la vida; a veces, para unos y casi siempre para mí. Sobrellevados los percances con auténtica valentía de turista, llegué a mi destino. Se apaciguó el ansia de escapar y comenzó a crecer la de volver. Culo inquieto, dirán algunos, aunque es más bien la mente la que se dispara, la que crea gustos, la que imagina bienes, la que genera historias y cien mil cosas más que forman parte de un auto engaño, premeditado o no, que nos seduce hoy, mañana y antaño. Las ganas de ir a la playa se disiparon con dos días de pisarla. El sol me quemó mi piel lechosa, la arena se infiltraba por cualquier resquicio de mi piel, incluso en la comisura de los labios. No había forma de perderla de vista ni de dejar de sentirla. Igual que las ganas. Siempre están ahí, solo que van mutando y nos despistan. Ganas de correr, de parar, de respirar, de una buena ducha, de beber algo fresco, de tumbarse a la bartola, de ti, de sexo, de estar solo, de más sexo, de dormir, de vacaciones, de volver, de volverse a ir para volver a volver. Ganas de todo, ganas de nada, pero siempre son ganas. Ganas de ganar, incluso ganas de perder. Y si las ganas se van, enfermas: y te llaman desganado. Pierdes las ganas. Y cuando recobras la salud, ganas. Y qué ganas. Ganas las ganas. Y si quiero dar esto por zanjado ¿dejo de tener ganas de seguir o tengo ganas de parar?

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