miércoles, 11 de septiembre de 2013

El deseo

Me perseguía a todas partes. A veces, incluso, deseaba que no fuera así, pero siempre estaba el deseo, el deseo de no y el deseo de si. ¿Y por qué? Porque el deseo es el motor que me mueve: el deseo de aprender, de ser feliz, de ti, de escribir, de leer, de viajar, de placer. El deseo es la potencia y la apatía la carencia. El deseo es un animal salvaje al que hay que ponerle riendas para poder correr o parar, pero a nuestra voluntad. De todas formas y en según qué ocasiones, creo que soy yo el que persigue al deseo. Cierto arrebato natural me invade mezclado con confusión, y deseo desear sin saber qué con precisión. El tiempo va regando el deseo que crece en mi interior; el clima, las circunstancias, ciertas miradas, cualquier cosa hace de fuelle que activa el fuego de mi deseo. Y cuando todo parece en calma una chispa de deseo se extiende, brota de la nada, salpica a otras y, de repente, ahí está de nuevo, el deseo ardiente. Porque no hay deseo frío cuando estoy contigo, ni siquiera cuando estoy sólo conmigo. Pero cuando estoy fuera de mí, el deseo se hace hielo, se endurece como el hierro, y todo se vuelve un camelo. Por eso vuelvo a ser yo para desear lo que deseo y, al mismo tiempo, mis deseos me convierten en lo que soy.

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