domingo, 26 de mayo de 2013

Roma : recuerdos

Sábado 15 de agosto, llegada a Roma, la entrada en autobús desde el aeropuerto de Ciampino me recuerda a las poblaciones costeras españolas en invierno con la suciedad multiplicada por diez. Pero la sensación incluye algo más por el mismo precio, porque parece que hayas retrocedido en el tiempo, como si la modernidad de Roma se hubiera quedado estancada en los 70. Una vez estás en Roma da la sensación que los turistas de todo el mundo traen la basura de sus respectivos países y la distribuyen con toda delicadeza por la ciudad, a cambio se llevan regalos y recuerdos y muchas fotos; algunos, amablemente y, porque no decirlo, sin querer, dejan también sus carteras. Hábilmente o no, mujeres de aspecto agitanado, pero distinto al español, conocidas aquí como 'zingari', a veces te abordan con el mayor descaro de tres en tres, alguna con un niño de meses en el regazo y te manosean los bolsillos por la parte interior, como si los conocieran de toda la vida. El turista tonto se sorprende de tanta confianza, el no tan tonto chilla, el listo esquiva; aunque tienes otra opción, que se está extendiendo mucho, que es, nada más te abordan, le sueltas un guantazo a una, y este toque mágico es como el repelente de los mosquitos, las ahuyenta a todas ipso facto, aunque, todo hay que decirlo, vociferen un poco, y se pregunten en voz alta que por qué haces esto cuando ellas sólo querían robarte con todo el cariño del mundo, porque eres un turista, y su afición, tan altruista, es robarles a todos a cualquier hora y en cualquier pista. Me encontraba tomando el fresco en el Giardino del Quirinale; había subido por Via Serpenti y estaba empapado en sudor. Roma era hermosa, pero en estos días, sin dejar de ser bella, se había transformado en una sauna gigante bien hermosa y sudorosa. Infestada de turistas, era común ver a estos seres, ensuciando con una lentitud propia del abotargado del mundo, que consuveranea o veranea en su consumo, mientras sudaban en grupo. Si algo se había globalizado (no me gusta mucho usar esta palabra, pero aquí pega mucho pues ensucia el texto de alguna manera) en Roma era el sudor. Había comido en La Taverna del Fori Imperiali donde, al salir, hice una foto al gato más maravilloso del mundo: uno negro y tuerto. Aunque era un poco cabrón, era lo mejor del restaurante, y no era tan feo como uno de los camareros, que parecía ser uno de los hijos del dueño: el patito feo que nunca se convertiría en cisne. El gato era increíble, pero tenía una mirada de pirata dulce retirado y entrado, tanto en años como en kilos, aunque, curiosamente, lo vi salido y al salir. Imaginad si me sentó bien el encuentro con el gato tuerto, que aún tengo ganas de jugar con las palabras en vez de estar eructando en la siguiente tanda de monumentos a visitar, más que nada para no desentonar con el resto de turistas. Domingo 16: Visitando el Coliseo, durante unos instantes, todo el mundo, tal vez sólo sea el tiempo que dura el click de tu cámara de fotos digital y tal y tal o no, todos, todo el mundo se siente un gladiador; el guapo, el feo, el señor, la joven chinita, mi amor, no sé qué tiene, pero en el Coliseo todos se sienten mejor. No dejas de sudar, pero parece ser que sudas heroicidad, la sangre te hierve, será el calor, pero en el Coliseo siempre es mejor. Además, justo detrás, encontré conexión internáutica. A la sombra del Coliseo, decía un cartel hirviendo iluminado por el sol. Puro cachondeo, pensé, pero es que estaba en el Coliseo, y es que aún perdura el humor del bendito gladiador que mientras muere te cuenta su chiste mejor. El espectáculo continua y las ruinas del Coliseo atraen más público que todo entero. Dentro de unos años habrá más turistas que piedras, porque las piedras se erosionan y los turistas se fusionan, se multiplican y salpican Roma. Llegará un día en que Roma será una masa de turistas flotando en el espacio que antes habitó una ciudad. Miércoles 19: Podía haber sido un día para pasear sin turistas. Podía haber sido un día tranquilo, para hacer una siesta romana, para hacer lo que me diera la gana, incluso para no tener sexo. Podía... Viernes 21, día especial en Latina, la ciudad donde vive Pablo, a unos sesenta kilómetros de Roma. Conocí a su madre, una gallega viajera, que ha pasado casi toda su vida entre Venezuela e Italia, y hace unos tallarines y un pollo con piñones muy buenos que ella tiene la humildad natural de llamar comida normal. Domingo 23: Hoy es el día que mejor he comido; ha sido en I Diavoletti, en la Via Urbana 56/57. De primero, un risoto espectacular, cremoso y muy gustoso; de segundo, filete di maiale con verduritas; sí, con verduritas o verduricas del tiempo, porque no me acuerdo como se decía en italiano y de postre un tiramisú buenísimo, para chuparse los dedos y algo más; sobre todo la cuchara. Lunes 23: Hoy me he despedido de Pablo. Hemos cogido el metro desde su trabajo hasta la estación de Termini y, como teníamos que esperar una hora, hemos dado una vuelta mientras él tomaba helado y yo agua fresca. Cuando iba a subir al tren para Latina, la ciudad en donde vive, me ha dicho que me había comprado un regalo. Nos abrazamos y nos dimos un par de besos de despedida. Cuando llegué al hotel para descansar, me di cuenta de que el regalo era la película Vacanze romane, con Audrey Hepburn y Gregory Peck. Cuando Pablo me llevó a ver 'la boca de la verdad', no paraba de hacer referencias a la escena en que Gregory Peck simula que la boca le ha comido la mano, porque, según la leyenda, si los enamorados van a ver la boca, si metes la mano y no estás enamorado, la boca se cierra. Martes 25: Hoy parto de Roma. Día exclusivo para autobús, aeropuerto y avión. De cafés caros, de váteres sucios, de gente con maletas y prisa, de confusiones y aglomeraciones, de empujones y perdones, y, en definitiva, de un único pensamiento: no me toques los cojones. Pero también es un día para el recuerdo, un día para que la amistad hecha repose, para pensar en las personas que he conocido: en Pablo, en Francesco, en Purita y en todas las cosas y pensamientos relacionados con ellos. En la manera de hablar italiano de Pablo cuando junta las yemas de sus dedos de su mano derecha mientras la agita de adelante atrás, en su forma de sacar la lengua cuando le hago fotos o le grabo en vídeo, en su maravilloso regalo, la película de Vacaciones en Roma, con esa famosa escena que me explicó mientras visitábamos la Bocca de la verità. En la comida de su madre, Purificación, Pura, Purita, tan buena y rica; en su humildad, en su sensibilidad a flor de piel. En la casa de ambos en Latina, situada entre la estación de trenes y la ciudad, preciosa, la casa que siempre he soñado, a la que sólo le faltaba el perro para ser la casa ideal. En Francesco, el compañero de trabajo de Pablo, y sus maravillosos ¡mmmmmmmmmm!, que tanta gracia nos hacían, sobre todo cuando lo imitábamos y él no estaba. E incluso, por qué no, en los zingari que actuaban en el metro robando carteras a turistas ingenuos y confiados que, involuntariamente, te hacían estar alerta cada vez que agarrabas (así es como lo dice Pablo) el metro. Y también en el té San Benedetto que tanto me gustaba beber cuando iba a conectarme detrás del Coliseo, siguiendo mi vieja costumbre de chupar banda ancha esté donde esté, porque internet debería ser gratis; tal vez yo sólo sea un zingari de la web, zíngaro en la red; bonito título para un cuento.

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