martes, 23 de julio de 2024

Tardes desnudas

El verano golpea con furia ralentizada. Trabajo en la calle bajo el látigo constante del sol, rodeado de pesadez humana, de pensamientos tergiversados y llenos de sudor, de gente común que se cree superior, que te miran por encima del hombro mientras trabajas y te ensucias y ellos beben en una terraza y escudriñan de reojo lo que haces. Muchas veces hago caso a los Golpes Bajos y no miro a los ojos de la gente porque hacen daño, siempre mienten; pero otras, me regalan sonrisas, miradas compasivas, frases de ánimo, pero el sol sigue latigando y no quieres ninguna de las dos cosas, sólo que te dejen en paz. Llevo una pequeña libreta por si en medio de tanto horror, tanta amargura, tanta prepotencia, se me ocurre alguna frase que valga la pena. Si darme cuenta llega la tarde. Estoy en casa con todas las ventanas abiertas, las persianas bajadas y un ventilador que agita rítmicamente los pelos de mi cuerpo desnudo. Las tardes desnudas comienzan siendo eternas. Tomo café, leo, escribo, converso en la red, pienso en mi vida y sonrío, pienso en los muertos y lloro y, a veces, como diría no sé quién, o viceversa. Acaricio mi cuerpo lentamente creyendo que es tu mano la que pasa por mi piel y comienzo a excitarme. Estas extrañas caricias me sientan muy bien. Beso mis manos y hablo con ellas como si fueras tú. Y en las mejores tardes desnudas los dedos me constestan con tu voz.

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