viernes, 6 de septiembre de 2024

El mal

Siempre hay alguien que atosiga. Está escondido debajo de las piedras, en la sonrisa amiga, en ese consejo que te dan como si fuera agua bendita pero que huele a azufre de noventa grados como si esa mierda pudiera existir, pero el mal es así, se reinventa a cada instante. Intenta frenarme, poseerme, atraerme a su club de vegetales manipulables. No escribas sobre el amor, me dice, no le interesa nadie. Puede que ahí tenga razón, pero a quién le importa lo que le interese a los demás. Escribo para mí, que alguien más lo lea no es asunto mío y mucho menos que te identifiques o que te guste o que te dé cien patadas en los huevos. El mal sonríe cuando digo esto, y su sonrisa susurra un te acercas sin darte cuenta. Pero el mal se equivoca, como todo quisqui. No existe la perfección maligna, el mal chapucero, va de chandrío en chandrío, pero captando adeptos en todos los pueblos: hay mucho tonto suelto. El mal los ata, los une, y genera un gran tonto, el peor de todos, el tonto que se cree listo, con malas artes, con influencias, con ganas de aprovecharse y, para ese tonto, hacer dinero es ser listo. No importa cómo. Pero no todo es cuestión de dinero porque, como dije, el mal es muy chapucero, y hace daño porque sí, solo por ver sus efectos. A veces, incluso se arrepiente, un poco, pero un arrepentimiento embustero y, como no, chapucero cien por cien. Y, allí a lo lejos, se oye una carcajada: se trata del bien.

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