domingo, 26 de junio de 2011

¿Acaso nuestros sentimientos desaparecen y se pierden así, sin más, de un modo tan frustrante, cuando muere nuestro cuerpo?

Esta pregunta que se hace el escritor japonés Haruki Murakami en su libro De qué hablo cuando hablo de correr, me hizo frenar en seco su lectura y, durante todo el día, me la fui repitiendo y buscando respuestas. Primero pensé que sí, que los sentimientos desaparecían con la muerte del cuerpo, y estaba casi convencido hasta que me acordé de mi madre. Hace poco más de un año que murió y, cada vez que pienso en ella, no se trata sólo de recuerdos, sino que mi estado de ánimo cambia. El recuerdo de sus palabras viene a mí de la misma forma que venían sus consejos y en el momento preciso, justo cuando lo necesito. No siento sus caricias físicas pero sigo sintiendo las caricias. Tal vez los sentimientos no tengan la misma intensidad, o mejor dicho, no posean la cualidad palpable de los actos físicos de un cuerpo vivo, pero, lo que sí es evidente, es que puedo sentirlos. Tal vez el amor de mi madre, sus sentimientos hacia mí, siguen flotando en el aire a mi alrededor, transmitiéndose, tal vez, a través de otras personas, como me ha ocurrido últimamente. SI todo se transforma ¿por qué no también los sentimientos? El sentimiento de amor de mi madre hacia mí ha vuelto a través de varias amistades. No voy a considerar este hecho como un milagro, sino más bien como una prueba científica, como un ejemplo, como respuesta de que los sentimientos no terminan después de la muerte. Querido señor Murakami, los sentimientos, por lo menos el del amor, permanecerá después de la muerte de nuestros cuerpos. Neomaño dixit.

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