miércoles, 1 de mayo de 2024

Me apetecía

Hoy voy a contaros un cuento. Igual que se pasa de la noche al día, yo paso de la soledad a la compañía. Y no por necesidad, sino por pura alegría. He de reconocer que la soledad no es tal pues estoy rodeado de libros, hay música de fondo, a veces sonando en el exterior y otras en mi cabeza. Y dónde está el cuento, estaréis pensando, el cuento es la vida, por lo menos, la mía. Aunque a veces nado entre versos disfrutando en los lagos de la poesía, mi vida es un relato corto que transforman en eterno las compañías. Por eso hay amigos que conozco hace un año pero lo son de toda la vida. Hay conexiones a distancia y amores en la lejanía y si, por casualidad, un día se realiza el encuentro de esas dos vidas amigas, surge la maravilla porque en pocos instantes el amor distante se transforma en chiribitas que transportan el contento acumulado en los ratos de soledad divina. Hoy puedo decirte que te sentí en otra vida y, a los que aún no conozco en persona, mi cara en sus sueños asoma como por una ventana de fantasía, y todo en este cuento de mi vida, a veces sola y a veces en compañía, es la alegría que perdura y moldea mi corazón, y no sólo moldea, también lo amplía. Porque mi corazón es como el universo, se expande cada día. Y este es el cuento y quería contároslo. Me apetecía.

INTRODUCCIÓN

Todo empieza leyendo la novela ‘Los nombres epicenos’ de Amélie Nothomb. ‘El poeta era simultáneamente el poema, la música y el texto. Para pasar a la posteridad, tenía que conocer a otro poeta y este debía transmitir su arte por contagio. La poesía de éxito tenía mucho que ver con una epidemia. El mal poeta sólo creaba un virus inofensivo, no contagiaba a nadie.’ La poesía como una epidemia que influye en tu vida; qué poesía, qué tipo; no para todos es la misma por eso ese virus poético en realidad nos define a nosotros mismos. Mi intención en este pequeño análisis es llegar a cierto tipo de conocimiento, sobre todo de mí mismo, pero sin cometer el error del psicoanálisis de querer analizarlo todo, como si todo tuviera explicación. David Lynch lo explica muy bien cuando dice que por qué buscamos siempre sentido en el arte cuando la vida no tiene sentido, es absurdo, y en el arte pasa igual, hay hermosura pero muchas veces sin sentido, no tenemos explicación para ese algo que nos subyuga, que nos emociona. “El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos.” Marcel Proust. Esa nueva visión es la que aporta el virus poético, por eso tenemos que mirar con sus ojos. “Es cierto que el ADN revela el vínculo sanguíneo, pero no nos cuenta nada sobre las discordias o los rencores, las heridas o los reproches, no cuentan nada sobre el amor dado o nunca recibido”, nos dice Taina Tervonen en ‘Las sepultureras’, y es ahí donde entra el arte del virus poético. Como dice José Jiménez en ‘Teoría del arte’, el arte contemporáneo bebe de las vanguardias. Compromiso estético de la obra con el momento histórico que vive, pero no sólo eso, la poesía, el virus poético tiene un compromiso especial e individual con cada uno que lo disfruta, un compromiso que se ensancha y profundiza en el conocimiento. […] El poeta vive la poesía como una experiencia más de las que, a lo largo de su existencia, lo configuran como persona.

Ataraxia para todos

Sí, ataraxia para todos, pago yo. Era mi deseo preferido cuando entraba en los bares a las tantas de la noche en mis épocas de, ahora escarceos intensos descontrolados y sin sentido, rutina alcohólica desenfrenada. Pero hay cosas que van y vuelven, como el oleaje, vuelve el agua hecha otra ola nueva, parece idéntica pero es completamente distinta, nueva es la espuma, nuevo el sentido, nueva la vida de esta espuma de los días. Y esta ola ha vuelto en un viaje a la costa alicantina. Por diferentes motivos que muy bien podrían ser un jeroglífico, termino en una clase de cerámica, rodeado de gente casi desconocida pero amiga, creando en cooperación dicharachera, manchándome las manos con la vida auténtica, disfrutando del entorno me mimetizo y en estas que viene la ola y, tras la espuma, sale de mi memoria: ataraxia para todos, pago yo. Como dos neuronas que se conectan, dos instantes de mi vida se saludan, vuelve lo mejor de un recuerdo, la serenidad que vivo moldeando el barro, conversando, riendo, a ratos en silencio, pero siempre disfrutando. Hago un pequeño cuenco, todos lo hicieron, para mí una gran obra, para los otros el comienzo. Y la mente se me ilumina al elegir una palabra que pintar en el cuenco: ataraxia. La mejor forma de describir este agradable momento.

martes, 30 de abril de 2024

El fin del fin

Siempre pensamos en los finales como algo triste, hablo de nuestros finales, el fin de una amistad, de una relación y el mayor de todos, nuestro propio fin, la muerte. ¿Pero y el fin del fin? ¿Podría ser nuevo comienzo o, tal vez, la extinción de los finales? No descarto nada. Pero ahora que lo pienso con detenimiento, el fin del fin provocaría, como es natural, lo de siempre, la continuación, saltarían de una historia a otra, ¿sin solución de continuidad? No. Esta vez sería sin final. Quedarían todas las historias abiertas. Podríamos vovler a ser niños, reanudar ese juego inacabado, qué digo ese, todos, ya que no habría ningún fin. Retornarían las caricias maternas, los lametones de mi amigo perro, las alegrías pasajeras, sería el eterno retorno constante o, por lo menos, posible, y el fin del fin haría inagotables los instantes.

Él vino en un barco

Apareció un día en una ciudad costera. Llevaba unas botas muy estrafalarias, decía la gente, pero, si te fijabas bien, sólo eran un puñado de algas. Él vino en un barco con dos agujeros y tuvo que taparlos con sus piernas para llegar a buen puerto. Parecía flotar en todos los terrenos. Remaba con caricias y con besos tiernos. Anunciaba una revolución, decían los más viejos, la revolución del amor. Dejó una estela de abrazos, conoció a muchos marineros, plantó pequeños instantes de alegría que crecieron y se hicieron amistad con el tiempo. Su huella quedó en el recuerdo, su estampa permanece en la memoria y la estela, la amistad, los abrazos, los instantes de alegría giran como una noria o tal vez sea el timón del barco con el que vino, porque él vino en un barco, sí, y fue por ese camino, pero si allí no hay agua abuelo, no importa, él vino en un barco que era su destino y, como los magos de antaño, cambió todo lo que tocaba, nada volvió a ser lo mismo. Los colores, más intensos; el arte, más divino; y el amor se extendió como sus historias, de boca en boca, de puerto en puerto, de casa en casa, de generación en generación, porque él vino en un barco que surca los mares y también los cielos, que navega en corazones, deslizándose por ilusiones, asomándose en cualquier momento. Estad atentos, puede volver en cualquier momento.

El día que me convertí en Señor Nido

Cuando todavía tenía pelo en la cabeza, por lo menos más que ahora, iba a la peluquería a cortarme el pelo. Un día, en concreto el último que fui, me di cuenta de que el peluquero estaba cortándome los pelos de las orejas. En realidad era todavía vello lo que tenía en las orejas porque era más corto y más suave y, en mi caso, además era más rubio y apenas se veía. Según me dijo, ya me lo había hecho varias veces. A partir de entonces empecé a notar que ese vello se endurecía y se transformaba en un pelo grueso y fuerte y también de un color más oscuro. Ya no tenía vello en las orejas sino matojos de pelos descontrolados. Mi hermana me aconsejó que me los quitara con una pinza para que no volvieran a salir, pero seguían saliendo. Fue pasando el tiempo y, un día de mucho viento, en la ciudad donde vivo suele pasar muy a menudo, me cayó un trozo de nido en la cabeza. Vi como dos huevos se estampaban en el suelo. Me quité las pajas y hojas de la cabeza y seguí caminando hacia mi casa. No le di demasiada importancia a este hecho fortuito y continué con mi vida como si nada. El sol salía y se ponía, el patio de mi casa se mojaba como los demás, todas las rutinas y costumbres parecían seguir encauzadas, pero, un día, percibí un crac en el interior de mi oreja. Creí que el sonido venía de fuera, pero luego comprobé que no era así. El día de la ventolera uno de los huevos del nido que se estampó en mi cabeza fue amortiguado por el matojo de pelo de mi oreja y engullido por él. El calor del habitáculo auditivo incubó a la perfección el germen del embrión. El pajarito empezó a piar y, no sé cómo, la madre lo oyó y comenzó a alimentarlo. Se posaba en mi hombro y dejaba trozos de gusanos e insectos en el interior del matojo que desaprecían al instante. Muchas pájaras dejan sus huevos en mí porque se corrió la voz. Si ponen más de cuatro huevos vienen volando a asegurarse que, por lo menos uno de ellos, sobreviva en mi oreja. Y desde entonces soy el Señor Nido.

lunes, 29 de abril de 2024

Dar lugar a ser

Tu presencia en mi espacio vital, mi incursión en tu vida social, sobre todo, los actos revolucionarios de amor donde la caricia es el lenguaje supremo y los besos signos de puntuación que dan elasticidad al proceso de dar lugar a ser. Puede que el conocimiento personal sea la mayoría de las veces a través del otro: cómo aprendemos a amar, cómo queremos corresponder, qué recriminamos que, en definitiva, muchas veces, suelen ser los defectos nuestros que vemos en los otros; los otros son el espejo que nos devuelve nuestros antojos. Dar lugar a ser es dejar expresar el nuevo descubrimiento recibido, las buenas lecciones olvidadas que se activan en la memoria con pequeños gestos, como una sonrisa idónea, puntual, exacta, en el momento justo y, a la vez, quizá, involuntaria. Dar lugar a ser es la actividad amorosa creadora, el resurgir del conocimiento perdido, la cooperación orgánica dando su fruto, el cambio en el mundo. Al igual que una ameba en fisión que se divide y se convierte en dos, en la revolución del amor dos cuerpos, dos seres, se descubren uno a otro, uno en el otro y ocurre la maravilla: dar lugar a ser.