jueves, 18 de abril de 2024

La belleza del relato

Estábamos en el colegio, justo después de las vacaciones navideñas. Tenía diez años y la ingenuidad me envolvía como una segunda piel. En el autobús del cole habíamos discutido porque varios de mis compañeros afirmaban que los reyes magos eran los padres, pero yo lo negaba con rotundidad. ¿Cómo iban a ser los padres, dónde estaría entonces la magia de esas fiestas? ¿Y las cabalgatas? ¿Y de dónde salía Baltasar, mi rey mago preferido? Cuando lleguemos a clase se lo preguntamos al profe y ya verás, me dijo uno de esos compañeros sabelotodo. Al profesor se le ocurrió la idea de un debate y que expusiéramos nuestros argumentos. Mis compañeros dijeron que tenían pruebas, que se habían levantado por la noche y habían visto a sus padres poner los regalos en el salón de sus casas. Cuando llegué a casa se lo dije a mis padres y se intercambiaron varias miradas de preocupación entre ellos. Aquello me alarmó. Mi hermana mayor me llevo a otra habitación y me lo explicó todo con dulzura. Me dijo que ellos, mis hermanos, se habían enterado todos antes que yo, que debería estar contento por haber conservado la ilusión hasta los diez años, pero yo no quería creer que la magia se construye con mentiras, que hacerse adulto, crecer, consistía en perder las ilusiones, ¿qué clase de mundo es este? Al año siguiente escribí la carta a los reyes pero luego me acordé de lo que me dijo mi hermana y, estaba a punto de tirarla a la basura, cuando un hermano mío me dijo que podíamos quemarla y así subirían las cenizas al cielo y, si de verdad existían los reyes, debería llegarnos lo que habíamos pedido. Y así lo hicimos. Como muchas veces hacía, no pedí nada para mí, así cuando me daban algún regalo siempre estaba contento pues recibía más de lo que había pedido. Lo que nunca entendí es porque me traían siempre calcetines.

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